Queridos
amigos, déjenme que les cuente una pequeña historia que un hombre
sabio me contó. Él dijo: «Una vez me encontraba en un
país desconocido para mí, caminando por una calle extraña. Miré
alrededor intentando orientarme; y vi dos hombres que estaban de pie
cerca de mí. Me acerqué a ellos, y les pregunté, “¿Dónde
estoy?” “¿Quiénes sois?” El primer hombre me respondió:
“Este es el mundo del Samsara, ¡y en este mundo da la casualidad
de que soy el enano más alto!” Y el otro contestó, “Sí, ¡y yo
por casualidad soy el gigante más pequeño!”. Este encuentro me
dejó muy confundido, porque ambos hombres medían exactamente lo
mismo».
¿Dónde
está el principio? ¿Dónde está el fin?, esta pequeña tribulación
tomada de «Las Enseñanzas del Maestro Hsu Yun: Nube
Vacía», nos pone en la entrada de un pequeño
desconcierto.
Al
igual que los filósofos eudemonistas de la Antigüedad, el filósofo
de Könnigsberg asume el presupuesto de que la felicidad constituye
una aspiración humana universal: «Ser feliz, es necesariamente la
exigencia de todo ente racional aunque finito y, en consecuencia,
inevitable motivo determinante de su facultad apetitiva»i.
Kant parte así de una determinada constatación: todos los entes
racionales se esfuerzan por alcanzar la felicidad; ésta, en efecto,
se les presenta como una valiosísima meta, y en consecuencia, como
un poderoso incentivo para la acción. No obstante, ¿puede surgir de
tal incentivo una acción con auténtico contenido moral?
La
ética kantiana ofrece un cuadro en el que el motivo moral no sólo
difiere del natural deseo de felicidad, sino que incluso se le opone,
pareciendo librar, en ocasiones, una dura batalla contra el mismo. No
es de extrañar entonces que el propio Kant haya llegado a afirmar
que el principio de felicidad constituye precisamente lo contrario
del principio de la moralidadii.
Hume
señala que es imposible para la prudencia humana predecir los
fenómenos extraordinarios. Nos parece que la razón por la que Hume
señala que es imposible predecirlos es porque son precisamente
irregulares y extraños con respecto a las leyes establecidas, esto
es, con respecto a la experiencia acumulada, pero, evidentemente, no
porque en principio, no sean predecibles. En cualquier ciencia, sea
natural o social, aparecen fenómenos que escapan al sistema de leyes
establecidas e imponen una modificación del mismo, en la que se
tengan en cuenta aspectos que en un primer momento se habrían
considerado irrelevantes.
Spinoza
entiende por sustancia sólo una cosa: aquello que no necesita de
nada para existir. ¿Y quién no necesita nada? ¿Qué
son entonces, en opinión de Spinoza, todas las demás cosas? No
sustancias, sino atributos, responde. Los atributos son lo que el
entendimiento percibe de la sustancia como constituyente de su
esencia. Esto no es más que la res
cogitans
y
res
extensa
de
Descartes, pero en este caso rebajadas ambas de categoría: Descartes
las llama “sustancias”, mientras que Spinoza prefiere pensar
que son atributos de la única sustancia que existe… Partiendo
de la metafísica es como llegamos a la ética. Puesto
que todo lo que hay es naturaleza, no tiene sentido oponerle nada, ni
siquiera aquello que denominamos espíritu. El alma no es más que la
idea del cuerpo, por lo que las dos están estrechamente
relacionadas.
Spinoza
explica el Ser como el afán que tenemos de perdurar siempre, de
seguir siendo eternamente. Cuando
este afán se refiere a la mente, lo denominamos voluntad, pero
cuando se refiere no sólo a la mente, sino también al cuerpo, lo
denominamos apetito. El apetito no es otra cosa que la esencia misma
del Ser humano: el deseo. No queremos algo porque sea bueno, sino al
revés, decimos que algo es bueno porque lo deseamos.
Existen,
además, otros dos afectos para este autor: la alegría y la
tristeza, ambas
relacionadas con el Ser. La alegría sería el aumento de la
perfección del Ser, mientras que la tristeza sería su disminución.
De estos afectos es de los que Spinoza cree que derivan todos los
demás: el odio, la envidia, el enamoramiento, la frustración, la
euforia, etc. Ser es, por tanto, tener apetito de eternidad. Querer
ser para siempre. Y puesto que querer es desear, el deseo ha de ser
la esencia del hombre.
Descartes
desea llegar
a la verdad estructurando un sistema de proposiciones evidentes e
indudables basándose únicamente en la razón. Y puesto que la razón
es única, la ciencia, la sabiduría humana también lo será, así
lo simboliza mediante la imagen de un árbol cuyas raíces son la
metafísica, el tronco la física y las ramas serían las ciencias
prácticas (medicina, mecánica, ética.).
Investigando
el funcionamiento de la razón y encuentra dos mecanismo mentales, a
saber:
La
intuición: es una especie de “luz natural”, que ilumina nuestra
razón y permite captar sin error ideas simples.
La
deducción: permite establecer relaciones entre ideas simples, es
todo aquello que se concluye necesariamente de verdades ya conocidas
con certeza.
A
partir de aquí Descartes propone las siguientes reglas del método.
Pasos
o reglas del método: La primera regla se refiere a la intuición,
las otras tres afectan a la deducción.
- Regla de la evidencia: solo deben admitirse como ciertas aquellas ideas que se presenten a la mente tan claras y distintas que no quepa ninguna duda.
- Regla del análisis: Se dividirá lo complejo en tantas partes simples como sea posible para que pueda recaer en ellas la evidencia.
- Regla de la síntesis: Partiendo de lo simple, de lo vidente, rehacemos el camino hasta llegar a lo complejo, deduciendo a partir de las ideas simples el resto de las proposiciones.
- Regla de la revisión: ordena hacer enumeración, y repaso de los pasos que se han ido dando para asegurarnos que no hay lagunas y no ha habido precipitación.
Descartes
nos llega a decir que el conocimiento es la representación en la
mente humana de lo que se da fuera de ella. Lo que representa a las
cosas en la mente son las ideas. Idea es, pues, una imagen o
representación mental de algo que está fuera de ella. (En cuanto
que todas son representaciones mentales son todas iguales, pero en
cuanto a su contenido unas poseen más realidad objetiva que otras).
Estamos
acostumbrados a tener una particular mirada sobre el mundo y, en
ocasiones, nuestra forma de pensar nos parece inobjetable. Sin
embargo, ¿qué sustenta nuestras ideas? ¿Hay una sola forma de
pensar la realidad o el estado de las cosas?
Dos
años después de publicado El
nacimiento de la tragedia,
Nietzsche, sobre la base de un conjunto de anotaciones previas, dictó
a Cari von GesdorfiFdurante el mes de junio de 1873 su opúsculo
«Verdad y mentira en sentido extramoral» (Ueber Wahrheit und Lüge
im aussermoralischen Sinne), un escrito donde se abordan cuestiones
eminentemente filosóficas. Cuenta el autor 29 años, su salud se ve
resentida de modo alarmante y está a punto de desembarazarse de la
filosofía de Schopenhauer y de la influencia de su amigo y maestro
Richard Wagner, para convertirse en el mayor iconoclasta de lo que en
su época se adoraba: el historicismo positivista, la filosofía
académica, el arte burgués, la idea liberal de «progreso». Los
rigores de la ciencia empiezan a enfriar los ardores románticos. Las
dos primeras Consideraciones intempestivas —«David Strauss, el
confesor y el escritor» y «La utilidad y la desventaja de la
ciencia histórica para la vida»— suponían ya una seria
arremetida contra los dogmas imperantes en la cultura alemana. La
reacción de los nacionalistas alemanes no podía hacerse esperar en
un momento en que Bismarck, tratando de aislar a Francia y de
mantener un equilibrio en Europa, lograba que Guillermo I firmara una
alianza con el emperador austriaco Francisco José y el zar de Rusia
Alejandro. De este modo, si El
nacimiento de la tragedia
había sido objeto de desabridas críticas desde ambientes eruditos,
los últimos escritos de Nietzsche motivaron un impetuoso artículo
en un periódico de Leipzig donde se le acusaba de ser enemigo del
Imperio alemán y miembro de las Internacionales, y se pedía que
friese proscrito de todas las universidades, incluyendo la de Basilea
en la que había pasado de estudiante a profesor numerario «por una
maniobra de Ritschl y la estupidez de su claustro».
La
historia se repite, se repite y se vuelve a repetir…, es una
constante dónde la estupidez suele aflorar, ora, casi siempre, en
beneficio de unos pocos… Pero la masa se mueve hacia donde los
elementos rígidos y singulares quieren… Se denosta a unos para
conseguir lo que en esencia no es lícito… Pero la masa es masa y
se la lleva por el camino del no pensamiento… Eso sí, se nos llena
la boca hablando de las bajísimas tasas de analfabetismo en nuestras
sociedades industrializadas y del mal llamado primer mundo, pero yo
me pregunto: ¿Es esto cierto?
No
será acaso que hay otra suerte de analfabetismo que domina a la
masa… que se la lleva por dónde los poderes fácticos desean…
¡Reflexionemos, por favor!
Bibliografía:
iKANT,
Immanuel. Crítica de la Razón Práctica. Trad. J. Rovira Armengol.
Losada, Buenos Aires, 2007. pp. 38‐39.
iiVer
KANT, Immanuel. Crítica de la Razón Práctica, p. 55.
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